La dualidad de las ficciones

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En toda ficción literaria hay un condimento que está por encima del contenido y la forma, por encima del qué y el cómo. Ese “valor agregado” lo encontramos en la mirada del escritor y consiste, precisamente, en la visión que le permitió a Franz Kafka, por ejemplo, imaginar que un hombre común y corriente pueda despertarse una mañana convertido en insecto y, por ende, desatar una maraña de relaciones anormales y ambiguas en su ámbito familiar y social. Es, también, ese toque de genialidad que tuvo Juan Rulfo al crear una Comala infernal (muy distinta de la Comala real, en el estado mexicano de Colima) en la que “sólo viven los muertos”.


Ricardo Piglia menciona, en su Tesis sobre el cuento, una anécdota que Antón Chéjov registró en su cuaderno de notas: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa y se suicida”.


Lo ilógico de la situación planteada por el gran dramaturgo y cuentista ruso es el suicidio. Lo normal, después de ganar un millón, es llegar a casa, abrir una botella de champagne y festejar; sin embargo, el hombre de la anécdota se suicida. Este hecho no sólo plantea una contradicción inquietante, sino que además abre las puertas a una historia oculta.


El principio de una buena ficción literaria es contener esa dualidad movilizadora: lo que se manifiesta y lo que se esconde. “Un cuento siempre cuenta dos historias”, concluye Piglia. Y éste es un axioma que ningún hacedor de ficciones debe olvidar.

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