En la antigua Grecia ser desterrado era una condena brutal, la más dura de las penas. Con ese castigo se perdían todos los derechos, entre ellos el derecho del hombre a ser dueño de su propia historia, de su origen y de su final. Sócrates prefirió la muerte al exilio. Pues qué es el exilio sino una de las formas de la desaparición: la pérdida de la identidad para aquel que lo padece... Y la pregunta sigue siendo: ¿cómo representar un drama inconcluso?
El director de la obra supone que con una escenografía adecuada, algunos cambios en las líneas y cierta unidad de acción todo puede ser posible. Pero los seis personajes de Pirandello siguen ahí, insatisfechos, incompletos, exigiendo ser ellos quienes representen su propio drama... No cabe duda: quiénes si no ellos serían capaces del gesto puntual, la pausa oportuna, el espanto preciso. Ellos son la historia y no existe actor que pueda sentir lo que ellos sintieron: ese exilio de la vida al que fueron forzados.
Los desaparecidos no son otra cosa que exiliados de la vida. Ellos, al igual que Sócrates, preferirían la muerte a la indigna y ambigua condición de “desaparecido”. Al menos la muerte nos da una idea acabada, certera, definitiva y absoluta de la desaparición física... Pero para morir hace falta tener identidad.
Vivir con identidad implica morir con identidad. Los desaparecidos no están muertos, porque para morir es necesario que el mundo sea testigo de ese final...; para morir hace falta quedar en los ojos de un hermano, de una madre, de un hijo...
Al igual que los seis personajes de Pirandello, miles de desaparecidos siguen ahí, esperando. Miles de personajes en busca de un autor y de un director. Miles de hombres, mujeres y niños diciéndonos éste soy yo, éstos somos nosotros buscando nuestra identidad hasta que la recuperemos, y pueda por fin bajarse el telón.