
Brevedad, precisión de lenguaje, anécdota comprimida y, sobre todo, acción contundente, ya sea psicológica o física, el minicuento, género del que mucho se ha dicho y se seguirá diciendo, es todavía un misterio que nos conmueve con una sola imagen, como un navajazo de la creación literaria.
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Los tres minicuentos que se transcriben a continuación son ejemplos de la síntesis que requiere este género. Pertenecen, uno, a
Carlos Alfaro, madrileño nacido en 1947, de quien muy poco se puede encontrar en internet a no ser por algunas noticias acerca de premios recibidos y escasas referencias a sus trabajos literarios; otro, a
Enrique Anderson Imbert, crítico literario nacido en la provincia argentina de Córdoba, en 1910, y fallecido en Buenos Aires en el año 2000; también fue ensayista y creador de una vasta obra narrativa –
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Ricardo Rubio, poeta, narrador, ensayista y editor nacido en Buenos Aires en 1951 –
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PATERNIDAD RESPONSABLE . . (de Carlos Alfaro)
. . . Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.
ALAS . . (de Enrique Anderson Imbert)
. . . Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
–¿Por qué no volaste, m’hijo, al sentirte caer?
–¿Volar? –me dijo– ¿Volar, para que la gente se ría de mí?
LA OTRA TIERRA . . (de Ricardo Rubio)
. . . Sentía rechazo por las ideas de los adultos, de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba, o creía que pensaba en la estafa de sus mayores y de los mayores de sus mayores, y esa mañana decidió cambiar para seguir siendo el mismo. Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su padre no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría la boca; para sus hermanos no tuvo ni el destello del desgano. Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de los hombres concordaban con sus manos. Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.
.. . . (La pintura que acompaña esta nota al margen pertenece a la artista plástica Irene Morack; con un clic se puede conocer más de su obra.) .